lunes, 9 de junio de 2008

Córdoba frente al misterio (9): Balbán y Pitonio

(Ver anterior)

La confesión tuvo lugar en 1543, probablemente en otoño. Cuando el sacerdote se sentó al lado de la enferma, ésta comenzó a convulsionar, a gritar y a comportarse como una demente. Todas las monjas del convento se sobrecogieron, y el confesor llevó a cabo un exorcismo durante el cual, según relatan las crónicas, se escuchó al Maligno hablar por boca de Magdalena de la Cruz, afirmando tenerla en su poder desde la infancia. En presencia de la comunidad al completo, Magdalena relató cómo a partir de la adolescencia, un demonio llamado Balbán se le había aparecido en forma de bello muchacho, revelándole que todos los milagros y visiones eran obra suya, y que estaba dispuesto a concederle fama de santidad si accedía a un pacto de por vida con él y con su compañero Pitonio.


Magdalena relató cómo había mantenido durante décadas una relación con estos demonios, que los estudiosos de leyendas y folklore engloban en la categoría de duendes íncubos. Contó que, durante los episodios de bilocación, era el íncubo Pitonio quien adoptaba la forma de la monja para que nadie notara su ausencia, al tiempo que explicó con pelos y señales las visitas nocturnas que bajo diversas formas, a cual más exótica, le regalaban estos seres.

Curiosamente, Magdalena se recuperó de su enfermedad, en medio de un escándalo mayúsculo y de una enorme conmoción por toda Córdoba. El día 1 de enero de 1544 fue conducida presa a las cárceles de la Inquisición en Córdoba, en el Alcázar de los Reyes Cristianos, donde se preparó todo el proceso que juzgaría su trayectoria vital. Testigos, acusadores y religiosas fueron pasando por las dependencias del Santo Oficio, que durante dos largos años preparó la sentencia definitiva. Ésta fue leída en público auto de fe el día 3 de mayo de 1546, en que Magdalena de la Cruz salió del Alcázar vestida de monja sin velo, con una soga a la garganta, con mordaza y sujentando un cirio encendido en una mano, siendo conducida hasta la Catedral, donde se había dispuesto un tablado.

Cuentan que nunca fue tan larga una lectura de méritos como aquel día, ya que se prolongó durante toda la mañana y hasta bien entrada la tarde. La religiosa fue condenada a ser recluida a perpetuidad en un convento de su orden fuera de la ciudad (Andújar fue su destino), sin velo, comiendo los viernes al modo de las monjas penitentes, sin hablar con persona ajena a su comunidad a menos que tuviera el permiso expreso de la Inquisición y sin comulgar por espacio de tres años, salvo en peligro de muerte.

Queda para muchos la duda de cuál fue la verdadera naturaleza del caso Magdalena de la Cruz. Posesión demoníaca, duendes (en un sentido amplio y moderno) o, según dejan entrever algunos historiadores, simples tretas para disimular una vida basada en la soberbia y la lujuria, sin decidirse sobre qué deseaba más la religiosa, si pasar a la historia como santa o recibir la visita nocturna de su Balbán convertido en fraile Jerónimo, en hombre negro, en toro o en camello (sic, Menéndez Pelayo).

Sin embargo, hay un detalle que nadie se explica, y es la laxitud que muestra la Inquisición en su condena. Obligar a una monja a terminar sus días en un convento no parece adecuarse a la fama de un Tribunal que mandaba quemar a pobres incultos que cometían supuestos pecados guiados sólo por su desconocimiento o confusión. ¿Cuál fue la causa de este comportamiento? ¿Podía contar Magdalena encuentros nocturnos con alguien más que con Balbán y Pitonio? ¿Se tuvo en cuenta, como se dice, su avanzada edad y su arrepentimiento?

Algunas de las biografías más críticas, que se inclinan por la tesis de la farsa de la monja, omiten los supuestos milagros más espectaculares, o pasan de puntillas sobre ellos. Precisamente, sobre aquellos que dejaron más huella en el vecindario. Podría ser que, más allá de los aspectos religiosos, los inquisidores percibieran que juzgaban algo que no entendían del todo, con peligrosos flecos sueltos. A lo mejor no fueron benévolos, sino prudentes.

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Imagen: un íncubo dibujado por Ricardo Sánchez para "Duendes", de Carlos Canales y Jesús Callejo

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